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sábado, 10 de diciembre de 2011

El gusano en la manzana: Parte I

¿Hay algo peor que ser un intelectual podrido? Yo creo que no. Ser un intelectual podrido es peor que ser nada (que es en lo que temen convertirse los intelectuales cuando empiezan a pudrirse) porque dicen que de lo bueno a lo malo uno se acostumbra con dificultad… ¡y qué razón llevan! Las personas que son inteligentes no deberían saberlo, esa es su ruina.

Una vez conocí a un hombre. Creo que le llamaban Mort. Era el hombre más inteligente que había conocido jamás, y probablemente no conozca ya a nadie con esa mente extraordinaria. En su juventud optó por ser un rebelde (no sé si con o sin causa) y claro, cometió algunos errores. Uno de ellos fue acostarse con una forastera que, si bien era preciosa, tenía un temperamento tormentoso. Pero era buena chica, muy buena. . Su nombre era Zaína. Eran dos jóvenes inexpertos, pero ni toda esa falta de experiencia pudo impedir que el amor que se tenían tuviese un fruto. La niña nació meses después contra la voluntad de muchos; pero ya se sabe como son estas cosas… nadie quiere hasta que ve en los ojos de la criatura una nueva vida, toda una vida por delante.

Pasaron pocos años y, como era de esperar, Zaína y Mort descubrieron que no se soportaban. Esto es lo que ocurre a menudo cuando dos adolescentes empiezan una historia de amor sin conocerse, que el amor dura poco. La única diferencia para estos adolescentes es que estaban casados, y que de su amor no sólo había nacido el odio, la ira y los gritos, si no que había un ser redondo y suave que lloraba cada noche. Zaína huyó de aquel hogar triste, muerto y peligroso, con su niña en brazos. No sabía muy bien a donde iba, solo que era lejos de allí, un lugar donde Mort ya no iba a poder hacerles daño.

El caso es que, como un cobarde, Mort empezó a beber, y eso no es lo peor. En realidad el hecho de que cada noche vaciase las botellas de whisky antes de pasar las horas en un burdel de mala muerte no es la peor parte. Mort era muy inteligente, pero incapaz de asumir sus errores. Es por esto que necesitaba echarle a alguien la culpa de todos sus problemas, de sus errores, de las patadas que él mismo se había propinado. Y, como n podía ser de otro modo, la culpa solo la tenía Zaína. Tal vez algunos esperasen leer “Zaína y Verónica” (ese era el nombre de la niña) pero no, Mort no se acordaba de su hija ni para echarle cobardemente la culpa de su desgracia, al menos, no de momento. Como iba diciendo, la culpable para él era Zaína. Era ella la bruja perversa que le hechizó aquella noche en medio del selvático paisaje, ella fue la que yéndose de su hogar se llevó también su felicidad, ella fue la que le arrebató lo que más tarde ser daría cuenta de que era lo único bueno que había hecho en su vida.

Mort bebía cada vez más y creo que eso le gustaba. No sólo se trataba de saciar su vicio de alcohol, ni siquiera de beber para caer redondo y no darse cuenta de la vacuidad de su existencia. Lo que a Mort le movía a beber sin control era que, en su enferma y retorcida mente, veía como poco a poco se estaba convirtiendo en su admirado Bukowski. Mort había pasado su niñez y su adolescencia leyendo poemas del sucio (aunque brillante) Charles Bukowski. Era su ídolo, y no iba a parar hasta convertirse en él. Lo que Mort no parecía entender, al menos no del todo, era que detrás de todos esos poemas y de esa aparente vida de vividor sin preocupaciones más allá de la tasca, el burdel y los ceniceros, se encontraba un alma llena de fantasmas, de horrores y de sangre.

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